Ayúdame

martes, 24 de febrero de 2015

LA PUTA QUE TE PARIÓ...

LA PUTA QUE TE PARIO Y LA COCHA DE TU MADRE,

HIJO DE MIL PUTAS Y LA CONCHA DE TU ABUELA,

LA RE CONCHA DE TU HERMANA,

LA CONCHA QUE TE PARIÓ...



A lo largo de la vida, mantenemos relaciones estimulantes que nos incitan a dar lo mejor de nosotros mismos, pero también mantenemos relaciones que nos desgastan y que pueden terminar por destrozarnos.

 Mediante un proceso de acoso moral, o de maltrato psicológico, un individuo puede conseguir hacer pedazos a otro. El ensañamiento puede conducir incluso a un verdadero asesinato psíquico. 

Todos hemos sido testigos de ataques perversos en uno u otro nivel, ya sea en la pareja, en la familia, en la empresa, o en la vida política y social. 

Sin embargo, parece como si nuestra sociedad no percibiera esa forma de violencia indirecta. Con el pretexto de la tolerancia, nos volvemos indulgentes. 

Los perjuicios de la perversión moral constituyen excelentes temas de filmes (Las diabólicas, de Henri-Georges Clouzot, 1954), o de novelas negras. En estos casos, la mente del público tiene claro que se trata de manipulaciones perversas. 

Sin embargo, en la vida cotidiana, no nos atrevemos a hablar de perversidad. 


En el filme Tatie Danièle, de Étienne Chatiliez (1990), nos divierten las torturas morales que una anciana inflige a su círculo de allegados. Empieza por martirizar a su vieja asistenta, hasta el punto que la hace morir «accidentalmente». 

El espectador piensa: «Le está bien empleado; era demasiado sumisa». Luego, vierte su maldad sobre la familia de su sobrino, que la ha acogido en su casa. 

El sobrino y su esposa hacen todo lo que pueden para satisfacerla, pero cuanto más le dan, más vengativa se vuelve. 

Para ello, utiliza un cierto número de técnicas de desestabilización que son habituales entre los perversos: las insinuaciones, las alusiones malintencionadas, la mentira y las humillaciones. 

Uno se sorprende cuando ve que sus víctimas no se dan cuenta de esa manipulación malévola. Intentan comprender y se sienten responsables: «¿Qué hemos hecho para que nos deteste tanto?». Tía Danièle no se pica irritadamente. 

Es únicamente fría y malvada; pero no de una forma ostensible que pudiera acarrearle la enemistad de alguien, sino, simplemente, cuando hace uso de pequeños toques desestabilizadores que son difíciles de identificar. 

Tía Danièle es muy fuerte: le da la vuelta a la situación, pues se sitúa como víctima al tiempo que coloca a los miembros de su familia en una posición de perseguidores, amparándose en el hecho de que han dejado sola a una mujer anciana de ochenta y dos años, encerrada en un piso, con el único alimento de la comida para perros. 

En este ejemplo cinematográfico cargado de humor, las víctimas no reaccionan con una acción violenta como podría ocurrir en la vida corriente; creen que su amabilidad terminará por encontrar un eco y que la agresora se volverá más dulce. 

Siempre se produce todo lo contrario, pues un exceso de amabilidad es como una provocación insoportable. Finalmente, la única persona que goza del favor de tía Danièle es una recién llegada que la «mete en cintura». Por fin ha encontrado una compañera que está a su altura, y así empieza una relación casi amorosa. 


Si esta anciana nos divierte y nos conmueve tanto, es porque sentimos claramente que tanta maldad sólo puede provenir de un gran sufrimiento. 

La compadecemos igual que la compadece su familia y, por eso mismo, nos manipula como manipula a su familia. 

Nosotros, los espectadores, no sentimos ninguna piedad por las pobres víctimas, que parecen bien tontas.

 Cuanto más mala es tía Danièle, más amables se vuelven sus parientes y, por lo tanto, más insoportables le resultan a tía Danièle, pero también a nosotros mismos. 

No por ello sus ataques dejan de ser perversos. 

Estas agresiones se derivan de un proceso inconsciente de destrucción psicológica, formado por acciones hostiles evidentes u ocultas, de uno o de varios individuos, hacia un individuo determinado, cabeza de turco en el sentido propio del término. 

Efectivamente, por medio de palabras aparentemente anodinas, de alusiones, de insinuaciones o de cosas que no se dicen, es posible desestabilizar a alguien, o incluso destruirlo, sin que su círculo de allegados llegue a intervenir. 

El o los agresores pueden así engrandecerse a costa de rebajar a los demás, y evitar cualquier conflicto interior o cualquier estado de ánimo al descargar sobre el otro la responsabilidad de lo que no funciona: «¡No soy yo, sino el otro, el responsable del problema!». 

Si no hay culpa, no hay sufrimiento. Aquí se trata de perversidad en el sentido de perversión moral. Cada uno de nosotros puede utilizar puntualmente un proceso perverso. 

Éste sólo se vuelve destructor con la frecuencia y la repetición a lo largo del tiempo. 

Todo individuo «normalmente neurótico» presenta comportamientos perversos en determinados momentos —por ejemplo, en un momento de rabia —, pero también es capaz de pasar a otros registros de comportamiento (histérico, fóbico, obsesivo...), y sus movimientos perversos dan lugar a un cuestionamiento posterior. 



Un individuo perverso, en cambio, es permanentemente perverso; se encuentra fijado a ese modo de relación con el otro y no se pone a sí mismo en tela de juicio en ningún momento. 

Aun cuando su perversidad pase desapercibida durante un tiempo, se expresará en cada situación en la que tenga que comprometerse y reconocer su parte de responsabilidad, pues le resulta imposible cuestionarse a sí mismo. 

Estos individuos sólo pueden existir si «desmontan» a alguien: necesitan rebajar a los otros para adquirir una buena autoestima y, mediante ésta, adquirir el poder, pues están ávidos de admiración y de aprobación. 

No tienen ni compasión ni respeto por los demás, puesto que su relación con ellos no les afecta. Respetar al otro supondría considerarlo en tanto que ser humano y reconocer el sufrimiento que se le inflige.




La perversión fascina, seduce y da miedo. 

A veces, envidiamos a los individuos perversos, pues imaginamos que son portadores de una fuerza superior que les permite ser siempre ganadores. 

Efectivamente, saben manipular de un modo natural, lo cual parece una buena baza en el mundo de los negocios o de la política. 

También los tememos, pues sabemos instintivamente que es mejor estar con ellos que contra ellos. Es la ley del más fuerte. 

El más admirado es aquel que sabe disfrutar más y sufrir menos. 

En cualquier caso, prestamos poca atención a sus víctimas, que pasan por ser débiles o poco listas, y, con el pretexto de respetar la libertad del otro, podemos vernos conducidos a no percibir ciertas situaciones graves. 

En efecto, una manera actual de entender la tolerancia consiste en abstenerse de intervenir en las acciones y en las opiniones de otras personas aun cuando estas opiniones o acciones nos parezcan desagradables o incluso moralmente reprensibles. 

Manifestamos asimismo una indulgencia inaudita en relación con las mentiras y las manipulaciones que llevan a cabo los hombres poderosos. 

El fin justifica los medios. 

Pero, ¿hasta qué punto es esto aceptable? 



¿No corremos con ello el riesgo de erigirnos en cómplices, por indiferencia, y de perder nuestros límites o nuestros principios? 

La tolerancia pasa necesariamente por la instauración de unos límites claramente definidos. 

Ahora bien, este tipo de agresión consiste precisamente en una intrusión en el territorio psíquico del otro. 

El contexto sociocultural actual permite que la perversión se desarrolle porque la tolera. 

Nuestra época rechaza el establecimiento de normas. 

Nombrar la manipulación perversa supone establecer un límite, lo que se identifica con una intención de censura. 

Hemos perdido los límites morales o religiosos que constituían una especie de código de civismo y que podían hacernos decir: «¡Eso no se hace!». 

Sólo nos volvemos a encontrar con nuestra capacidad de indignarnos cuando los hechos aparecen en la escena pública, presentados y amplificados por los medios de comunicación. 

El poder no establece un marco de acción y elude sus responsabilidades al respecto de las gentes a las que supuestamente dirige o ayuda. 

Los mismos psiquiatras se muestran dubitativos a la hora de nombrar la perversión, y sólo lo hacen para expresar su incapacidad de intervenir, o bien para mostrar su curiosidad ante la habilidad del manipulador. 

Algunos de ellos discuten la misma definición de perversión moral y prefieren hablar de psicopatía, un vasto desván en el que tienden a acumular todo lo que no saben curar. 

La perversidad no proviene de un trastorno psiquiátrico, sino de una fría racionalidad que se combina con la incapacidad de considerar a los demás como a seres humanos. 



Algunos de estos perversos cometen actos delictivos, por los que se los juzga, pero la mayoría de ellos usa su encanto y sus facultades de adaptación para abrirse camino en la sociedad dejando tras de sí personas heridas y vidas devastadas. 

Psiquiatras, jueces y educadores hemos caído en la trampa de perversos que se hacían pasar por víctimas. 

Nos dejaron ver lo que ya esperábamos de ellos para seducirnos mejor, y les atribuimos sentimientos neuróticos. 

Luego, cuando se mostraron como lo que eran realmente al declarar sus objetivos de poder, nos sentimos engañados, ridiculizados y a veces incluso humillados. 

Esto explica la prudencia de los profesionales a la hora de desenmascararlos. 

Los psiquiatras se previenen unos a otros —«¡Cuidado, es un perverso!»—, con lo que dan a entender que «Es peligroso», o que «Nada podemos hacer». Se renuncia así a ayudar a las víctimas. 

Por supuesto, nombrar la perversión es grave. 

La mayoría de las veces, este término se reserva para actos de una gran crueldad, inimaginables incluso para los psiquiatras, como es el caso de los daños que ocasionan los asesinos en serie. 

Sin embargo, tanto si evocamos las agresiones sutiles de las que voy a hablar en este libro, como si hablamos de los asesinos en serie, se trata de «depredación», es decir, de un acto que consiste en apropiarse de la vida. 

La palabra perverso choca, molesta. Corresponde a un juicio de valor, y los psicoanalistas se niegan a emitir juicios de valor. 

Pero, ¿es ésta una razón para aceptar cualquier cosa? 



Dejar de nombrar la perversión es un acto todavía más grave, pues supone tolerar que la víctima permanezca indefensa, que sea agredida y que se la pueda agredir a voluntad. 

En mi práctica clínica como terapeuta, me he visto obligada a comprender el sufrimiento de las víctimas y su incapacidad de defenderse. 

En este libro, mostraré que el primer acto del depredador consiste en paralizar a su víctima para que no se pueda defender. 

De este modo, por mucho que la víctima intente comprender qué ocurre, no tiene las herramientas para hacerlo. 

Al analizar la comunicación perversa, también intentaré desmontar el proceso que une al agresor y al agredido, con el fin de ayudar a las víctimas, o a las posibles víctimas, a salir de las redes de su agresor.

 Quizá no se ha escuchado a las víctimas cuando solicitaban ayuda. 

Con frecuencia, los analistas aconsejan a las víctimas de un ataque perverso que se pregunten en qué medida son responsables de la agresión que padecen, y en qué medida la han deseado, tal vez incluso inconscientemente. 

En efecto, el psicoanálisis sólo considera lo intrapsíquico, es decir, lo que sucede en la cabeza de un individuo, y no tiene en cuenta su círculo de relaciones: por lo tanto, ignora el problema de la víctima y la considera como una cómplice masoquista. 

Cuando los terapeutas, no obstante, han intentado ayudar a las víctimas, su reticencia a nombrar a un agresor y a un agredido puede haber reforzado la culpabilidad de la víctima y agravado su proceso de destrucción. Creo que los métodos terapéuticos clásicos no son suficientes para ayudar a este tipo de víctimas. 

Propondré, por tanto, herramientas más adaptadas, que tienen en cuenta la especificidad de la agresión perversa. 

Aquí no se trata de procesar a los perversos —además, ya se defienden bien solos—, sino de tener en cuenta su nocividad y su peligrosidad con el fin de que las víctimas o futuras víctimas puedan defenderse mejor. 

Aun cuando consideremos, muy exactamente, que la perversión es un arreglo defensivo (contra la psicosis, o contra la depresión) del perverso, esto no lo excusa en absoluto. 

Existen manipulaciones anodinas que dejan un rastro de amargura o de vergüenza por el hecho de haber sido engañado, pero también existen manipulaciones mucho más graves que afectan a la misma identidad de la víctima y que son cuestión de vida o muerte. 



Hay que saber que los perversos son directamente peligrosos para sus víctimas, pero también indirectamente peligrosos para su círculo de relaciones, pues conducen a la gente a perder sus puntos de referencia y a creer que es posible acceder a un modo de pensamiento más libre a costa de los demás. 

En este libro, no entraré en las discusiones teóricas sobre la naturaleza de la perversión y me situaré deliberadamente, en tanto que victimóloga, del lado de la persona agredida. 

La victimología es una disciplina reciente que nació en los Estados Unidos y que al principio no era más que una rama de la criminología. 

Se dedica a analizar las razones que conducen a un individuo a convertirse en víctima, los procesos de victimización, las consecuencias para la víctima, y los derechos a los que ésta puede aspirar. 

En Francia existe desde 1994 un curso de formación en victimología que conduce a un diploma universitario. El curso se dirige a los médicos de urgencia, a los psiquiatras y terapeutas, a los juristas y a toda persona que tenga la responsabilidad profesional de ayudar a las víctimas. 

Una persona que ha padecido una agresión psíquica como el acoso moral es realmente una víctima, puesto que su psiquismo se ha visto alterado de un modo más o menos duradero. 

Por mucho que su manera de reaccionar a la agresión moral pueda contribuir a establecer una relación con el agresor que se nutre de sí misma y a dar la impresión de ser «simétrica», no hay que olvidar que esta persona padece una situación de la que no es responsable. 

Cuando las víctimas de esta violencia insidiosa recurren a una psicoterapia individual, lo hacen más bien por inhibición intelectual, por falta de confianza en sí mismas, por dificultades de autoafirmación, por un estado de depresión permanente resistente a los antidepresivos, o incluso por un estado depresivo más claro que podría conducir al suicidio. 



Las víctimas se pueden quejar a veces de sus compañeros o de sus círculos de relaciones, pero no suelen tener conciencia de la existencia de esta temible violencia subterránea, y no se atreven a quejarse de ella. 

La confusión psíquica que se instaura previamente puede hacer olvidar, incluso al terapeuta, que se trata de una situación de violencia objetiva. 

El punto en común de todas estas situaciones es que son indecibles: la víctima, aunque reconozca su sufrimiento, no se atreve realmente a imaginar que ha habido violencia y agresión. 

A veces, duda: «¿No seré yo quien inventa todo esto, como algunos me lo sugieren?». 

Cuando se atreve a quejarse de lo que ocurre, tiene la sensación de describirlo mal y, por lo tanto, de que no la comprenden. 

He elegido utilizar los términos agresor y agredido a propósito, pues se trata de una violencia probada, aunque se mantenga oculta, que tiende a atacar la identidad del otro y a privarlo de toda individualidad. 

Estamos ante un proceso real de destrucción moral que puede conducir a la enfermedad mental o al suicidio. 

Conservaré igualmente la denominación de «perverso» porque remite claramente a la noción de abuso, que está presente en todos los perversos. 

Las cosas empiezan con un abuso de poder, siguen con un abuso narcisista, en el sentido de que el otro pierde toda su autoestima, y pueden terminar a veces con un abuso sexual.



Los pequeños actos perversos son tan cotidianos que parecen normales. Empiezan con una sencilla falta de respeto, con una mentira o con manipulación. 

Pero sólo los encontramos insoportables si nos afectan directamente. 

Luego, si el grupo social en el que aparecen no reacciona, estos actos se transforman progresivamente en verdaderas conductas perversas que tienen graves consecuencias para la salud psicológica de las víctimas. 

Al no tener la seguridad de que serán comprendidas, las víctimas callan y sufren en silencio. 

Esta destrucción moral existe desde siempre, tanto en las familias, en las que se mantiene oculta, como en la empresa, donde las víctimas, en épocas de pleno empleo, se acomodaban a ella porque tenían la posibilidad de marcharse. 

Hoy en día, las víctimas se aferran desesperadamente a su lugar de trabajo en detrimento de su salud física y psíquica. Algunas de ellas se han rebelado y, en algunos casos, han iniciado pleitos; el fenómeno está invadiendo los medios de comunicación y la sociedad se hace preguntas. 

Con frecuencia, los terapeutas, en nuestra práctica clínica, somos testigos de historias de vida en las que la realidad exterior no se distingue claramente de la realidad psíquica. 

Lo que llama la atención en todos estos relatos de sufrimiento es la repetición. 

Lo que cada cual creía singular lo comparten, de hecho, muchas personas. 

La dificultad de las transcripciones clínicas estriba en que cada palabra, cada entonación y cada alusión tienen su importancia. 

Todos los detalles, tomados aisladamente, parecen anodinos, pero su conjunto crea un proceso destructor.

 La víctima es arrastrada a ese juego mortífero y ella misma puede reaccionar a su vez de un modo perverso, pues cada uno de nosotros puede utilizar este tipo de relación con un objetivo defensivo.




Esto es lo que conduce a hablar, erróneamente, de la complicidad de la víctima con su agresor. 

En el transcurso de mi práctica clínica he visto cómo un mismo individuo perverso tendía a reproducir su comportamiento destructor en todas las circunstancias de su vida —en su lugar de trabajo, con su pareja y con sus hijos —, y es esta continuidad de comportamiento lo que quiero subrayar. 

Así, existen individuos que tapizan su trayectoria con cadáveres o muertos vivientes. Y esto no les impide dar el pego ni parecer totalmente adaptados a la sociedad.

 A menudo se niega o se quita importancia a la violencia perversa en la pareja, y se la reduce a una mera relación de dominación. 

Una de las simplificaciones psicoanalíticas consiste en hacer de la víctima el cómplice o incluso el responsable del intercambio perverso. 

Esto supone negar la dimensión de la influencia, o el dominio, que la paraliza y que le impide defenderse, y supone negar la violencia de los ataques y la gravedad de la repercusión psicológica del acoso que se ejerce sobre ella. 

Las agresiones son sutiles, no dejan un rastro tangible y los testigos tienden a interpretarlas como simples aspectos de una relación conflictiva o apasionada entre dos personas de carácter, cuando, en realidad, constituyen un intento violento, y a veces exitoso, de destrucción moral e incluso física. 

Describiré varias parejas en distintos estadios de la evolución de la violencia perversa. 

La longitud desigual de mis relatos se debe a que este proceso se despliega durante meses —a veces durante años—, y a que las víctimas, a medida que su relación evoluciona, aprenden primero a identificar el proceso perverso y luego a defenderse y a acumular pruebas.



En la pareja, el movimiento perverso se inicia cuando el movimiento afectivo empieza a faltar, o bien cuando existe una proximidad demasiado grande en relación con el objeto amado.

Una proximidad excesiva puede dar miedo. Por esta razón, lo más íntimo es lo que se va a convertir en el objeto de la mayor violencia. 

Un individuo narcisista impone su dominio para retener al otro, pero también teme que el otro se le aproxime demasiado y lo invada. 

Pretende, por tanto, mantener al otro en una relación de dependencia, o incluso de propiedad, para demostrarse a sí mismo su omnipotencia. 

La víctima, inmersa en la duda y en la culpabilidad, no puede reaccionar. El mensaje no confesado es «No te quiero», pero se oculta para que el otro no se marche. 

De este modo, el mensaje actúa de forma indirecta. 

El otro debe permanecer para ser frustrado permanentemente. 

Al mismo tiempo, hay que impedir que piense para que no tome conciencia del proceso. 

Patricia Highsmith lo describía así en una entrevista para el periódico Le Monde: «A veces ocurre que las personas que más nos atraen, o de las que estamos enamorados, actúan con la misma eficacia que unos aislantes de goma sobre la chispa de la imaginación». 

El dominio lo establece un individuo narcisista que pretende paralizar a su pareja colocándola en una posición de confusión y de incertidumbre. 

Esto le libra de comprometerse en una relación que le da miedo. 

Por medio de este proceso, mantiene a su pareja a distancia, dentro de unos límites que no le parecen peligrosos. 



No quiere que su pareja lo invada, pero le hace padecer lo que él mismo no quiere padecer, ahogándola y manteniéndola «a su disposición».

 Si una pareja desea funcionar normalmente, debería establecer un refuerzo narcisista mutuo, aunque existan elementos puntuales de dominio. 

Puede ocurrir que uno intente «apagar» al otro, con el fin de estar muy seguro de que así queda en una posición dominante en la relación. 

Pero una pareja conducida por un perverso narcisista constituye una asociación mortífera: la denigración y los ataques subterráneos son sistemáticos. 

Este proceso sólo es posible gracias a la excesiva tolerancia de la persona agredida. 

Los psicoanalistas interpretan a menudo que esta tolerancia está relacionada con los beneficios inconscientes, esencialmente masoquistas, que la víctima puede obtener de la relación. 

No obstante, veremos que esta interpretación es parcial, pues algunas de estas personas no han manifestado nunca tendencias autopunitivas con anterioridad ni las manifiestan más adelante; también es peligrosa, pues, al reforzar la culpabilidad de la víctima, no la ayuda de ningún modo a encontrar los medios para salir de esa embarazosa situación. 

En la mayoría de los casos, el origen de la tolerancia se halla en una lealtad familiar que consiste, por ejemplo, en reproducir lo que uno de los padres ha vivido, o en aceptar un papel de persona reparadora del narcisismo del otro, una especie de misión por la que uno debería sacrificarse. 



La violencia perversa aparece en los momentos de crisis, cuando un individuo que tiene defensas perversas no puede asumir la responsabilidad de una elección difícil. Se trata de una violencia indirecta que se ejerce esencialmente a través de una falta de respeto.

La negativa a responsabilizarse de un fracaso conyugal se encuentra a menudo en el origen de una basculación perversa. 

Un individuo, que tiene un fuerte ideal de pareja, mantiene unas relaciones aparentemente normales con su cónyuge hasta el día en que debe elegir entre esa relación y otra nueva. 

Cuanto más fuerte sea su ideal de pareja, más fuerte será su violencia perversa. No puede aceptar esa responsabilidad. Su cónyuge deberá cargar con ella completamente. 

Si el amor disminuye, considera responsable a su pareja por una falta que ésta habría cometido y que no se nombra. También suele negar verbalmente esta disminución del amor, aunque tenga lugar realmente. 

La toma de conciencia de la manipulación coloca a la víctima en un estado de angustia terrible. Al no disponer de un interlocutor, no se puede liberar del mismo. 

En este estadio, las víctimas, además de ira, sienten vergüenza: vergüenza por no haber sido amadas, vergüenza por haber aceptado humillaciones y vergüenza por haber padecido. 

A veces, no se trata de un movimiento perverso transitorio, sino de la revelación de una perversidad que se había ocultado hasta ese momento. 

El odio que se enmascaraba aparece a plena luz y es muy similar al delirio de persecución. 

De este modo, los papeles se invierten: el agresor se convierte en agredido y la culpabilidad sigue en el mismo lado. Para que esto resulte creíble, hay que descalificar al otro con el fin de empujarlo a comportarse de un modo reprensible. 


Para poder idealizar un nuevo objeto de amor y mantener la relación amorosa, un perverso necesita proyectar todo lo que es malo sobre su pareja anterior, que se convierte así en un chivo expiatorio. 

Todo lo que se presenta como un obstáculo para una nueva relación amorosa se tiene que destruir. Así, para que haya amor, es preciso que haya odio en alguna parte. 

La nueva relación amorosa se construye sobre el odio hacia la pareja anterior.

Los procedimientos perversos aparecen con mucha frecuencia durante los divorcios y las separaciones. 

Se trata de procedimientos defensivos que, de entrada, no se pueden considerar como patológicos. 

El aspecto repetitivo y unilateral del proceso es el que trae consigo un efecto destructor. 

Con las separaciones, el movimiento perverso, hasta entonces subyacente, se acentúa, y la violencia solapada se desencadena, pues el perverso narcisista percibe que su presa se le escapa. 

La misma separación, una vez consumada, no interrumpe la violencia. 

Esta última prosigue a través de los pocos lazos de la relación que perduran y, cuando hay niños, pasa a través de ellos. Según J.-G. Lemaire, «algunas de las conductas vengativas tras una separación o un divorcio se pueden comprender en este marco, como si un individuo, para no odiarse a sí mismo, necesitara volcar todo su odio sobre otro individuo que, en otro tiempo, formó parte de sí mismo».

1 Esto es lo que los norteamericanos llaman stalking, es decir, acoso. 

El acoso concierne a antiguos amantes o cónyuges que no quieren soltar su presa e invaden a su «ex» con su presencia: lo esperan a la salida de su trabajo, lo llaman por teléfono de día y de noche, y profieren amenazas directas o indirectas contra él. 



Las víctimas rara vez saben utilizar la ley, mientras que el agresor, al estar muy cerca de una estructura paranoica, sabe iniciar los pleitos necesarios. 

En Francia, una acción perversa por parte de alguno de los cónyuges se puede considerar, en teoría, como un motivo de divorcio. 

Pero, ¿cómo tener en cuenta las maniobras sutiles que juegan con la culpabilidad del otro? Quien solicite el divorcio debe probar los hechos que invoca para apoyar su acción. 

Pero, ¿cómo demostrar una manipulación perversa? A menudo, el perverso hace caer en un error a su pareja y luego lo utiliza en su contra para obtener algún beneficio del divorcio. 

En principio, los errores exclusivos de un cónyuge no son motivo de divorcio cuando se pueden excusar por el comportamiento del otro. 

En realidad, los jueces, que temen que se les manipule a ellos y no saben quién manipula a quién, apuestan por la prudencia y se mantienen a distancia de estas situaciones de violencia perversa. 

En una maniobra perversa, el objetivo consiste en desestabilizar al otro y en hacerle dudar de sí mismo y de los demás. Para ello, todo vale: las insinuaciones, la mentira y los absurdos. 

Si no quiere dejarse impresionar, el agredido no debe tener ninguna duda sobre sí mismo ni sobre las decisiones que debe tomar; tampoco debe tener en cuenta las agresiones. 

Esto le obliga a estar en alerta continua durante los contactos con su ex cónyuge.






No hay comentarios:

Publicar un comentario